viernes, 15 de abril de 2011

La espiritualidad adolescente.


Por Javier Revuelta Blanco, Coacher y formador en competencias profesionales y desarrollo person
La espiritualidad forma parte de la personalidad, no es algo etéreo ni esotérico exclusivamente, también es algo muy físico. Se podría definir como la relación que somos capaces de mantener con la energía del universo, preservando nuestra individualidad. Esto quiere decir que para desarrollar la parte espiritual de nuestra personalidad, es necesario también ampliar la conciencia en relación a nuestros estados corporales, emocionales y mentales; es decir, es importante aprender a regular el estado de ánimo, escuchar los mensajes que transmite el cuerpo y, finalmente, comprender el sistema de creencias en el que vivimos.
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Cuando destinamos deliberadamente tiempo y esfuerzo en conocernos, generamos fidelidad a nuestra pauta de conducta personal y admitimos la posibilidad de una transformación consciente. Esta transformación solo es significativa cuando se produce un cambio en la percepción sobre la realidad. A medida que acumulamos experiencias vitales nuestra visión de las cosas se modifica, nuestras necesidades y nuestra forma de relacionarnos con los demás cambia. Normalmente, a medida que crecemos la realidad espiritual se hace más familiar, percibimos la muerte como algo más real, buscamos tranquilidad y sosiego; y, encontramos más satisfacción en la contemplación que en la acción física.
En cambio, cuando somos niños la conexión espiritual es enorme pero la individualidad no está desarrollada; entonces experimentamos una lucha denonada entre las limitaciones que nos impone el mundo físico y la infinitud que anima nuestra fantasía. En esta época de nuestra vida, la tarea fundamental consiste en construir un principio de conciencia en relación al cuerpo, a los estados de ánimo y a las ideas que explican la realidad y nuestra propia identidad.
La espiritualidad adulta se experimenta desde la voluntad, desde la emoción y desde la mente. Cuando hacemos algo convencidos de que eso es lo que tenemos que hacer, nuestra voluntad se alinea con una realidad transcendente; cuando nos extasiamos frente a un fenómeno de la naturaleza, una puesta de sol por ejemplo, nos unimos desde la emoción; y, finalmente, cuando conectamos con nuestra esencia, percibimos que, además de seres tangibles y visibles, también somos portadores de un alma.
Todo el mundo vive y experimenta su espiritualidad en mayor o menor grado. Algunas personas huyen sistemáticamente de sus intuiciones, refugiándose en la racionalidad que justifica su funcionamiento; y, otras, huyen de la realidad física, refugiándose en la experiencia espiritual intangible. En ambos casos, el rechazo se produce por la misma causa: el miedo. Nos da miedo conectar con la transcendencia, pensamos que algo malo nos puede llegar a ocurrir si dejamos de controlar nuestro entorno; y, encontramos todo tipo de justificaciones para no dejar de hacerlo. Desconfiamos de la existencia de un universo benigno y amoroso, protector y compasivo; pensamos que sostener esa creencia anula nuestra voluntad o incluso nuestra capacidad de acción sobre el entorno y destinamos la mayor parte de nuestra energía a evitar el dolor.
O tememos materializar nuestras experiencias espirituales en el plano físico, por miedo también a ser violentados o agredidos.
Es un proceso que comienza desde la infancia y sobre el que construimos todo un sistema de creencias que justifica nuestro actuar; reprimimos determinados sentimientos que nos recuerdan situaciones incómodas y construimos una realidad que nos da identidad y seguridad. Cuando accedemos a la dimensión espiritual de nuestra personalidad, procesamos ese dolor mediante la aceptación del amor incondicional; entonces generamos un cambio en la percepción y nos facultamos para asumir nuevas responsabilidades y desafíos. En unos casos esos desafíos están relacionados con la elevación y la comunión espiritual; y, en otros, con la materialización de nuestras ideas y sentimientos. <---newpage--->
Y los dos principios básicos sobre los que nos apoyamos para superar ese miedo inicial, son la intencionalidad positiva y la atención en el momento presente.
La adolescencia es un momento de la vida crucial para el desarrollo de la dimensión espiritual de la persona. El adolescente vive un proceso en el que sus fantasías originales y las conexiones teleológicas con las realidades ancestrales que le convierten en el jefe indio, la bruja maga o el guerrero invencible, dan paso a una toma de conciencia más en profundidad de su propia identidad. Esta autoafirmación se produce de manera paralela al despertar de la sexualidad; su fuerza vital se abre a la posibilidad de la conexión entre el corazón y su incipiente genitalidad. Es un momento determinante para que la persona se cierre o se abra a la posibilidad de una evolución equilibrada y satisfactoria.

LA ESPIRITUALIDAD ES COMPLEMENTO A LA ADOLESCENCIA.
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